Cada vez son más las iniciativas locales que, nacidas de la investigación en ciencia básica, encuentran aplicación por fuera de la academia, resuelven problemas concretos y se suman a la producción con valor agregado

Martín De Ambrosio

A veces se le cuestiona –equivocadamente– dos cosas a la ciencia argentina. Que está lejos de los problemas cotidianos, que es demasiado “básica” (en una terminología que ya casi no tiene sentido usar, como opuesto a aplicada). Y también que se reduce a trabajos académicos y que olvidó que muchos esfuerzos de laboratorio podrían pasar a constituir empresas, cubrir el mercado local y hasta generar exportaciones: mejorar la vida. Los casos exitosos o prometedores detallados en esta nota desmienten esos cuestionamientos. Por herencia de una vasta tradición de investigación médica y empujados por los músculos que activó la pandemia, muchos tienen que ver con aplicaciones directas en la salud. Y lo más interesante es que son apenas algunos emergentes entre muchos otros en camino: podrían sumarse a este listado trabajos en los rubros de bio-impresiones e impresiones 3D, en disciplinas que ampliamente se podrían definir como ecológicas (desarrollo de paneles solares, reemplazo de agroquímicos) y por supuesto en el terreno del software, que como se sabe en realidad está en todos lados.

No siempre las ideas que instaló la ciencia ficción como posibles o de sentido común son fáciles de trasladar de la mente de los escritores a los laboratorios. Que a partir de una gota mínima de sangre se pueda saber todo el estado de salud de un ser humano forma parte del imaginario desde hace un siglo al menos. Pero, como suele decirse, es más complejo. Algunos análisis sí pueden hacerse hoy de manera rápida y sencilla, pero otros siguen siendo caros y complejos.

A cambiar esa realidad se dedica Oncoliq, una empresa científico-médica creada por Marina Simian, Adriana De Siervi y Diego Pallarola. El objetivo es ambicioso: reducir la cantidad de muertes por cáncer a través de diagnósticos súper específicos, rápidos y anticipados. Los investigadores de Oncoliq desarrollaron un método de detección ultra-temprano a través del análisis de una muestra de sangre. “Medimos micro-ARNs, que son moléculas que están en todas las células. Cuando hay cáncer en desarrollo, los niveles cambian y eso se ve reflejado en la sangre. Lo que generamos, a partir del trabajo en el laboratorio de De Siervi desde 2014, es un método para identificar cuáles de estos micro-ARNs incrementan sus niveles con un cáncer en particular”, dice Simian a La Nación.

Empujados por los músculos que desarrolló la pandemia, muchos emprendimientos tienen que ver con la salud

A partir de ahí se elabora un algoritmo para determinar si crecerá un tumor; son hasta cincuenta tipos de cáncer los que, esperan, podrían diagnosticarse mucho antes de lo que se hace ahora. Y salvar vidas. Simian agrega que este tipo de análisis, que se sumaría al control anual, permite ver qué sucede en todos los órganos, algo que en la actualidad no sucede. “Hoy se controlan pocos órganos”, agrega la científica del Conicet. “Las mujeres van al ginecólogo; los hombres se hacen ver la próstata después de los 50 años y el colon, con colonoscopías que no son tan accesibles. Por eso nuestro trabajo permitiría democratizar el acceso al tratamiento; por ejemplo, antes de que se desarrolle un cáncer de páncreas”. La propuesta es revolucionar el tamizaje o screening.

Oncoliq ya recibió una serie de inversiones públicas y privadas, y avanza firme. ¿Hay otras empresas y laboratorios en el mundo que busquen lo mismo? Contesta Simian: “No somos los únicos, pero tampoco es que está lleno el planeta de trabajos así; habrá unas diez que trabajan con tecnologías similares para la detección temprana, pero la nuestra es menos costosa y tiene más sensibilidad”. Para ella, “lo que está claro es que se está generando una revolución. Es un cambio de paradigma por el resultado de la aplicación de la biotecnología sumada a la inteligencia artificial”. Como hacen falta pruebas para alimentar el algoritmo y refinar los métodos, por estos días están en busca de mujeres de entre 40 y 70 años que aporten una gota de sangre para comparar los resultados con las mamografías (www.oncoliq.bio).

Otro emprendimiento científico-empresarial que busca voluntarios para probar sus métodos es Biota Life (www.biotalifeskin.com). Nacida en pandemia, se plantea curar y mejorar el estado del órgano humano más extenso (a menudo olvidado como tal): la piel. A Vivian Labovsky, una investigadora del Conicet que trabajó en diabetes, mal de Chagas, enfermedades autoinmunes y cáncer de mama, se le ocurrió durante la cuarentena que sería posible desarrollar cremas que restauraran el equilibro natural de la piel a través del análisis del verdadero enjambre de organismos que vive en ella sin que apenas se advierta: la biota. “Estudiamos la microbiota de las personas y desarrollamos cremas que incorporan pre y probióticos que llevan al equilibrio natural de la microbiota que existe en la piel”, dice Labovsky.

También en este caso se trata de un campo de mucha investigación en el mundo: la certeza de que los individuos humanos somos más bien un ecosistema con millones y millones (no es metáfora) de especies de hongos, bacterias y virus que, cuando están en su perfecta medida y sus poblaciones no crecen excesivamente, colaboran con el bienestar humano. El caso tal vez más famoso es el intestino, pero es una realidad de todos los órganos. “Cuando por alguna razón se modifican, provocan la aparición de patologías y enfermedades, o un envejecimiento más rápido. La búsqueda es reestablecer la normalidad con cremas que vamos a elaborar para llevarla al equilibrio”, agrega. Si bien en algún futuro habrá un tipo de crema para cada paciente, cruzado con los datos genómicos del ser humano, por ahora se buscan patrones comunes para tipos de pieles estandarizadas.

Biota Life ya tiene en desarrollo un kit anti acné, para prevenir la aparición de los granos y que haya menos enrojecimiento. Y buscan sumar un kit antienvejecimiento (antiage, en la jerga) y diferentes productos para la psoriasis, la dermatitis atópica, o simplemente cuando se busca más luminosidad. Si tiene éxito aportaría al cambio de una tendencia en toda la industria cosmética: históricamente se ha olvidado de la ciencia y ha vendido productos con nula base científica, más allá de las proclamas. Por ahora, Biota Life tiene una inversión de 250.000 dólares por parte del fondo SF-500; si se cumplen ciertos objetivos, buscarán más inversores. El equipo aún es minimalista: Labovsky, su socio Alberto Penas-Steinhardt y un colaborador.

Al listado de estas iniciativas podrían sumarse trabajos en impresiones 3D, desarrollo de paneles solares y software

La empresa de biotecnología Chemtest se hizo conocida durante la pandemia porque consiguió –en asociación con investigadores de la UBA y Unsam, y en tiempos ultra-rápidos– generar tests de detección del coronavirus. Con ese conocimiento, que venía incubándose desde antes porque ya trabajaban en tests para otras enfermedades, más el frenesí que inevitablemente propició la pandemia, ahora encaran otra serie de trabajos. “Básicamente, tenemos en desarrollo líneas de productos para reemplazar ciencia importada”, dice Diego Comerci, investigador y creador de Chemtest. Y no solamente en el área de enfermedades humanas. “Tenemos una línea de diagnóstico para detectar organismos genéticamente modificados (OGM) de cultivos como trigo, soja y algodones, que está en fase de desarrollo final”, agrega y contextualiza: “La Argentina es uno de los cuatro países con más producción de OGM y no hay muchas empresas que hagan este tipo de productos necesarios para saber el contenido de transgénicos en un cargamento”. En ese y en otros proyectos, Chemtest trabaja con el Instituto de Nanosistemas de la Unsam (sinergia que se da naturalmente, dado que la misma empresa nació en la Universidad de San Martín), en la búsqueda de dispositivos portátiles y simples de usar. Para Comerci, son todas herramientas que podrían ser usadas –dedos cruzados– en una próxima pandemia, que para muchos no está tan lejana –más dedos cruzados–.

Patentes en marcha

Gastón Topol es un médico especialista en rehabilitación, que estudió en la Universidad de Rosario y en Austin (Texas, EE.UU.). Con el investigador y biólogo del Conicet Diego Croci tienen como objetivo encontrar un tratamiento que permita superar la artrosis. “El objetivo de mínima es mejorar los tratamientos que existen hoy; el de máxima es intentar la curación”, dice Topol. Ellos conformaron una empresa que bautizaron Dharma Biosciences y tienen en trámite una patente con un procedimiento novedoso, cuyos secretos guardan con celo. “A partir de un estudio publicado en 2016 demostramos que con una infiltración se pueden hacer crecer islotes de cartílagos y regenerar; a partir de ahí conseguimos entrar como start up para buscar financiación”, agrega.

Otra empresa con base científica, ya instalada en el mercado y con productos con el sello del Conicet, es Ecohair, con sus champús y lociones anticaída del cabello hechos con café y jarilla (un arbusto con propiedades medicinales que identificaron y toman de manera saludable para el ambiente de un sitio específico de La Rioja). Su búsqueda, por estos días, es de geles reconstituyentes de pestañas y cejas, en particular para la recuperación capilar después de tratamientos con quimioterapia.

¿Qué dicen todas estas investigaciones y aplicaciones de la investigación acerca del estado de la ciencia nacional? Entre otras cosas –además de la esperanza para muchos pacientes–, que la pospandemia abre una serie de posibilidades para la ciencia aplicada, que sale de los laboratorios no sólo para contar sus trabajos sino también para resolver problemas específicos. Y además generar las empresas con valor agregado que la economía necesita. No parece poco.

Martín De Ambrosio