Desde que existe la especie humana, el progreso causa problemas y afecta intereses; la cuestión es cómo las sociedades organizadas metabolizan esos conflictos
Una de las falacias del discurso púbico que la revolución digital ha dejado en evidencia es nuestra tendencia a confundir argumentos con intenciones, fantasías con hechos y lo que es posible con lo que deseamos. Terminamos de este modo buscando cosas por completo incompatibles. Por ejemplo, avances tecnológicos disruptivos que no afecten a nadie. Este sueño carece de sustento, porque una tecnología es disruptiva cuando afecta a un grupo de personas, de suyo organizadas y con intereses en común. Pondré un ejemplo.
Cuando las primeras tribus humanas empezaron a adoptar la agricultura hubo un grupo que lentamente empezó a perder relevancia. Con el paso de los siglos, esa actividad –cazar– se transformó en algo marginal, practicado por un porcentaje ínfimo de la población humana. Hace 350.000 años trabajábamos como cazadores. Hoy a casi nadie le pagan por ejercer esta actividad.
Objetivamente, no hay nada de malo en ser cazador-recolector. (Recuerden, estamos hablando de tecnología.) Pero choca con una pretensión moderna. Esto es, que podamos dedicar nuestro tiempo a un número de tareas, incluso hobbies, no directamente relacionados con alimentarnos. Hasta que desarrollamos la agricultura y la ganadería, todas las demás tecnologías se mantuvieron obstaculizadas por la más antigua de las dificultades: la falta de tiempo.
Avancemos un poco. Unos 5000 años después de que las primeras sociedades humanas adoptaron esta novedad técnica, nació la escritura. La agricultura, como todo avance técnico fue multiplicador, y causó un efecto insólito: nos empezó a sobrar comida. También comenzamos a especializarnos. De pronto, hicieron falta inventarios y contratos.
Volvamos al principio. Hace unos 10.000 años, justo antes de adoptar la agricultura, teníamos dos caminos por delante. Seguir siendo pocos, aislados y nómadas. O establecernos, crecer y multiplicarnos. Sin agricultura no habríamos tenido alimento suficiente para todos, en caso de crecer y multiplicarnos. Sabemos que no hubo un debate sobre qué modo de vida adoptar, así que es muy posible que el progreso técnico, del que se derivan otros avances, incluso sociales y artísticos, esté en nuestro ADN.
En todo caso, ya podemos extraer algunas conclusiones. Primero, no tendemos a desarrollar tecnologías porque está bueno, porque somos emprendedores, porque nos divierte o porque es cool. Lo hacemos para satisfacer necesidades concretas. Este es uno de los muchos motivos por los que es tan importante fomentar las ciencias básicas. Porque de entrada no parecen útiles, y resulta que sin ellas no tendríamos casi ningún avance técnico. El simplificador serial, de haber podido, le habría quitado los fondos a esa investigación, “porque no servía para nada”. Dio origen a una industria gigantesca.
Segundo, el carácter pragmático de la tecnología hace que ciertas actividades se vuelvan obsoletas. Esto no es opcional. Está en la naturaleza del progreso técnico. Pero, naturalmente, cuando algo erradica toda una actividad, surgen conflictos. A los cazadores seguramente no les gustó ni un poco que su trabajo fuera cada vez menos requerido (esto es una simplificación, pero se entiende). Ahora bien, sería imposible pretender que 8000 millones de seres humanos subsistan hoy cazando y recolectando.
Con todo, no es menos cierto, para seguir con el ejemplo, que la agricultura dejó a un montón de cazadores sin empleo. Cuando estos procesos son lentos, la adaptación está más o menos libre de traumas. Pero no siempre es así. Cuenta Saburo Sakai, el mayor as de combate aéreo japonés de la Segunda Guerra Mundial, que su familia, de origen samurai, tuvo que atravesar una dolorosa reconversión cuando esa casta fue eliminada por el gobierno.
Cuando ocurre algo así o cuando una tecnología causa cambios muy rápidos y muy abruptos (el automóvil, los aviones, las computadoras económicas, el teléfono, internet, Uber, la inteligencia artificial), la falacia es pretender que podemos avanzar sin causar problemas. Eso no es posible. La solución está en otro lado.
Se supone que las sociedades organizadas son sociedades organizadas precisamente porque cuando llegan estos momentos bisagra, estas divisorias de aguas que dejan a miles o a millones fuera del sistema, tienen mecanismos para morigerar la transición. Si esos mecanismos no están o si adrede son ignorados u obstaculizados, no es culpa del avance técnico. Ese es un razonamiento falaz. Además, como ocurrió con la agricultura, el mundo no puede funcionar sin computadoras económicas e internet, sin inteligencia artificial, sin apps y sin criptografía. Atenuar los efectos que los avances técnicos tienen sobre los individuos, algo que es obligatorio si queremos considerarnos civilizados, no viene por desacelerar, negar o detener el avance. Viene por comprenderlo. Y lo primero que deberíamos comprender es ninguna sociedad renuncia a un avance técnico que le conviene. Una vez que lo adopta no hay vuelta atrás.