Desde ahora, la potencia de un país no se medirá por la cantidad de cañones, misiles, tanques y hombres que pueda alinear en el campo de batalla: estará supeditada al predominio de las tecnologías de punta
Carlos A. Mutto
Como confirma a diario la guerra en Ucrania, las grandes confrontaciones militares del futuro serán definidas por la tecnología. A partir de ahora, la potencia de un país no se medirá por la cantidad de cañones, misiles, tanques y hombres que pueda alinear en el campo de batalla, sino que estará supeditada al predominio de las tecnologías de punta (robótica, procesadores electrónicos, inteligencia artificial, informática cuántica, física, ingeniería espacial, electrónica y telecomunicaciones) y su capacidad de articular todos los componentes de la guerra híbrida.
En un documento de 48 páginas publicado hace pocos días que sintetiza las prioridades de su estrategia de seguridad nacional, Estados Unidos insiste con vehemencia en conservar su superioridad tecnológica sobre Rusia y China. En el reciente Congreso del Partido Comunista, el líder de Pekín, Xi Jinping, enunció una sorprendente coincidencia contrario sensu con Estados Unidos al apelar con ímpetu a su país a cumplir los objetivos del programa Made in China 2025 (MIC 25), destinados a crear 40 centros de innovación en los principales sectores tecnológicos y convertirse en un “gran país moderno” antes de 2035 para alcanzar la supremacía mundial en 2049, en homenaje al centésimo aniversario del régimen.
Esos objetivos corresponden a la proyección estratégica teorizada en 1999 por los coroneles Qiao Liang y Wang Xiangsui en su libro La guerra más allá de los límites, que describe 24 formas de conflicto con un adversario tecnológicamente superior (como Estados Unidos). Rusia, en cambio, dejó de ser un competidor significativo en esa confrontación por la supremacía mundial.
La Casa Blanca prefiere concentrar su interés en China, que tiene, cada vez más, la “intención y la capacidad de modelar un orden internacional favorable”, aprovechando la pérdida de influencia de Estados Unidos en sectores y regiones esenciales. Como revela un estudio sobre la guerra comercial global firmado por Ana Swanson y Ed Wong en The New York Times, Estados Unidos está resuelto a ralentizar los esfuerzos chinos para alcanzar la autonomía científica y técnica, sobre todo en aquellas áreas relacionadas con las industrias militares, del espacio y de la innovación tecnológica. El Pentágono, por ejemplo, está obnubilado con la amenaza que representan los misiles hipersónicos y vehículos furtivos. Eso explica la obsesión norteamericana de impedir que China pueda importar de Occidente semiconductores y otros componentes electrónicos aún más sofisticados o que sea capaz de dotarse de la tecnología necesaria para producirlos en el país. A la Casa Blanca le inquieta particularmente la fusión civil-militar propiciada en los últimos años por Pekín, que promovió el sector de semiconductores al rango de elemento clave de la estrategia china de defensa nacional.
En otro documento de un centenar de páginas publicado a principios de octubre, la Oficina de Industria y Seguridad del Departamento de Comercio lanzó una panoplia de medidas destinadas a “decapitar la industria china de semiconductores”. Se trata de esas micro e incluso nanotarjetas electrónicas (chips) presentes en las computadoras personales, teléfonos inteligentes, automóviles y que –en una escala superior– constituyen el alma operativa de los servidores de centros de datos y computadoras que procesan la información de los sistemas de armas embarcados en aviones y unidades navales o que son empleados por los misiles y la industria espacial.
El gobierno de Joe Biden conoce, desde luego, la importancia que tienen los semiconductores para los planes chinos: la segunda potencia económica mundial –con 1600 millones de habitantes– gasta más dinero comprando chips de alta gama en Estados Unidos, Corea del Sur y Taiwán que en sus importaciones de petróleo. Entre los 15 principales fabricantes del planeta no hay actualmente un solo productor chino. La penuria de semiconductores neutraliza la totalidad de sus ambiciones estratégicas. Además de la importancia crucial que tienen en materia militar e industrial, son esenciales para las finanzas, internet, la industria electrónica, las computadoras que almacenan big data y para efectuar los cálculos que necesitan los blockchains (cadenas de bloques) para verificar la integridad de los datos transmitidos en operaciones con criptomonedas.
Del primer microprocesador comercializado por Intel en 1971, que integraba 2300 transistores de 10 µm (micrómetros) de espesor, en medio siglo la miniaturización transformó esos chips en computadoras gigantes, a pesar de que ahora son más finas que una lámina de ADN.
Sin producción propia ni importaciones de high tech, en el futuro China no podrá seguir la carrera tecnológica porque cada generación de chips exige montar una planta de producción dos veces más cara que la precedente: Intel invirtió 20.000 millones de dólares en la nueva planta que está construyendo en Ohio. Esa espiral de crecimiento tuvo efectos radicales porque eliminó drásticamente a las empresas incapaces de responder a esa dinámica darwiniana: de las 21 firmas de punta que operaban en 2001, solo tres lograron sobrevivir en esa escala (la empresa norteamericana Intel, la sudcoreana Samsung y la taiwanesa TSMC), según la consultora McKinsey.
El nuevo arsenal jurídico adoptado por Washington obliga incluso a miles de ingenieros sino-norteamericanos a abandonar sus empleos en empresas chinas o renunciar al pasaporte norteamericano, lo que les impide teóricamente vivir en Estados Unidos. Apenas publicado el diktat, miles de ingenieros que vivían en China renunciaron a sus empleos y dejaron a sus empresas sin materia gris.
El gobierno de Joe Biden también procura federar a las empresas que producen software y componentes de high tech para que apliquen un “embargo total a todas las exportaciones sensibles destinadas a China”. La interdicción se aplica también a las empresas extranjeras que utilizan componentes norteamericanos en su producción, como el gigante holandés ASML, primer constructor mundial de las máquinas hipersofisticadas que fabrican los semiconductores.
Estados Unidos percibe con inquietud la tenaz reivindicación china de “recuperar” Taiwán por las buenas o las malas, como reiteró Xi Jinping la semana pasada ante el Partido Comunista. Uno de los aspectos más inquietantes reside en que la empresa taiwanesa TSMC controla más del 80% de la producción mundial de semiconductores de alta gama, imprescindibles en la industria militar.
La ofensiva de la Casa Blanca para contener la “blitzkrieg tecnológica china” podría penalizar incluso al mayor fabricante de productos electrónicos: Apple. Hasta ahora, la empresa taiwanesa Foxconn centraliza en sus gigafactorías de China todos los componentes importados desde diversos países para ensamblar los productos de su catálogo (iPhones, tabletas y computadoras). La empresa de Cupertino acaba de anunciar que en un plazo de tres a cinco años toda la producción de la firma será desplazada a la India, donde ya comenzó la construcción de una cadena paralela de manufacturación.
No será el único cambio previsible. Los estrategas de Washington esperan crear una cortina jurídica para impedir que China pueda utilizar la tecnología occidental en sus ambiciones de supremacía. Será sin duda el verdadero fin de la globalización, que acelerará los realineamientos promovidos por la guerra de Ucrania y creará las condiciones de un nuevo orden internacional con un ineluctable enfrentamiento de bloques que equivaldrá a una verdadera segunda Guerra Fría.