En sus documentos oficiales sobre la confrontación con los enemigos de Occidente, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) distinguía, hasta hace unos años, cinco “escenarios de operaciones” sobre los cuales se enfrentan los hombres: en tierra desde que comenzaron a poblar el planeta, sobre el mar desde que aprendieron a dominar los vientos, en el aire desde la Primera Guerra Mundial, en el ciberespacio desde 2016, en el espacio desde la cumbre atlántica de Londres de 2019 y, ahora, en el cerebro humano. “El cerebro será el campo de batalla del siglo XXI”, predijo James Giordano, investigador de la Universidad de Georgetown, de Washington. Las neuronas, postula, se han convertido en el escenario de un nuevo tipo de conflicto dominado por las armas electrónicas.
El concepto “dominio cognitivo” alude a una forma de guerra no convencional que incluye toda la panoplia de recursos científicos y tecnológicos que se pueden desplegar para alterar los procesos cerebrales del enemigo, explotar los sesgos mentales o el pensamiento reflexivo para provocar distorsiones del pensamiento, influir en la toma de decisiones y entorpecer las acciones, tanto a nivel individual como colectivo, a fin de neutralizar los recursos defensivos del adversario o bloquear las iniciativas. Eso es lo que, en la práctica, se llama manipular la mente humana.
Esa forma de confrontación, que durante el siglo XX se denominaba “guerra psicológica”, existe en verdad desde el comienzo de la conflictualidad entre los seres humanos. Pero en las últimas décadas sufrió un despegue fulgurante con la aparición de nuevas tecnologías y el desarrollo de las disciplinas comportamentales.
La novedad para desarrollar esas estrategias de conquista consiste en que –desde hace algunos años– es posible convocar la inteligencia artificial y el uso masivo de datos (big data) para asociarlos con las llamadas tecnologías NBIC (nano-bio-info-cognitivo), las ciencias y tecnologías de la información y la comunicación (STIC) y las ciencias humanas y sociales (SHS). Descripto como una “militarización de las neurociencias”, ese método implica “piratear al individuo” mediante la explotación de “las vulnerabilidades del cerebro” para implantarle una “ingeniería social” más sofisticada. Sutilmente utilizadas por los medios digitales y las redes sociales, esas tecnologías –en principio neutras– pueden transformarse en “armas de cretinización masiva” para demoler progresivamente el zócalo de valores sagrados (políticos, morales, culturales o religiosos) de un cuerpo social.
“La guerra cognitiva es, en la actualidad, la forma más avanzada de manipulación”, sostiene la teniente coronel Marie-Pierre Raymond, que participa en el programa Innovation for Defence Excellence and Security de las Fuerzas Armadas canadienses.
En los primeros días de la guerra de Ucrania, Moscú recurrió masivamente a la estrategia híbrida teorizada por el jefe del Estado Mayor General de las Fuerzas Armadas rusas, Valery Guerassimov, que asocia ciberataques y guerra de la información con algunos elementos de guerra cognitiva. Pero sus resultados fueron decepcionantes por falta de preparación adecuada, incompetencia técnica y porque tropezaron con la pericia de los expertos ucranianos: entrenados por especialistas de la OTAN y con alto nivel de experticia en la confrontación por internet, lograron neutralizar los ataques lanzados por los hackers rusos. En los primeros cuatro meses de guerra hubo dos gigantes “batallas campales” que duraron 48 horas cada una y que, sin duda, serán utilizadas como modelos por las Escuelas de Guerra para preparar los conflictos del futuro. El experto francés Christian Harbulot estimó que, además de sus tradicionales problemas estructurales, las Fuerzas Armadas rusas fracasaron en sus ofensivas porque no consiguieron “sembrar disonancias, relatos contradictorios, radicalizar grupos, polarizar o fragmentar la opinión pública para dañar el comportamiento y la forma de pensar de las sociedades”.
La noción de guerra cognitiva no es sinónimo de guerra de la información, sino un complejo sistema de recursos para agredir el procesador individual de los seres humanos, es decir, el cerebro, particularmente vulnerable desde que se generalizaron las tecnologías modernas de la comunicación. “Todo utilizador de esos recursos es un blanco potencial”, advierte el general norteamericano Robert S. Scales. El concepto moderno de las guerras no concierne las armas, sino la influencia. “La victoria a largo término dependerá de la capacidad de influenciar, afectar, cambiar o impactar el dominio cognitivo”, precisa.
A pesar de la violencia intrínseca que implica el uso de esas armas invisibles, en los últimos años se multiplicaron otras expresiones mucho más violentas de operar contra el cerebro. Las neurotecnologías son, en particular, el ejemplo perfecto de los instrumentos de “doble uso”, además de servir para resolver problemas médicos, pueden ser utilizados (o desviados) con fines militares. Los centros de investigación de las grandes potencias, multiplicaron sus esfuerzos para desarrollar una gran panoplia de “doble uso” civil y militar. El principal interés reside actualmente en desarrollar interfaces cerebro-máquina mediante implantes neuronales y nanocomputadoras capaces de leer la actividad cerebral para traducirla en acciones o inversamente estimular las neuronas para crear percepciones o movimientos físicos.
En ese sentido, ya se realizaron numerosas experiencias médicas en parapléjicos o víctimas de accidentes cerebrales, pero esas aplicaciones aún no están suficientemente estabilizadas para ser empleadas con fines bélicos. Desde hace años, un equipo del MIT (Massachusetts Institute of Technology) dirigido por Susum Tonegawa, premio Nobel de Fisiología 1987, y otro del Instituto de Investigaciones Scripps, trabajan intensamente en una versión en escala real del film Inception: la implantación de recuerdos se realiza –por ahora– en cerebros de animales. Recientemente incluso lograron borrar recuerdos precisos. Es obvio que, al ritmo actual, esta dinámica de investigación desembocará en una experiencia con seres humanos. En materia neurológica, los proyectos avanzan a velocidad literalmente supersónica. La Agencia para Proyectos de Investigación de Defensa Avanzada (Darpa) financió una experiencia que permitió a una mujer parapléjica pilotear el simulador de vuelo de un caza F-35.
La “militarización de las neurociencias” y el empleo de neuroarmas salieron definitivamente del área de la ciencia ficción en 2016, cuando varios diplomáticos y agentes de la CIA de la embajada norteamericana en La Habana comenzaron a sufrir cefaleas y daños en el sistema nervioso: los científicos de la Academia de Ciencias de Estados Unidos están convencidos de que ese fenómeno –que se repitió en las embajadas norteamericanas en China, Rusia, Colombia, Uzbekistán, los consulados de Ginebra y París, e incluso en los jardines de la Casa Blanca– fue probablemente perpetrado con armas de energía directa, como se definen genéricamente los impulsos electromagnéticos, las ondas acústicas o radiales o microondas usadas para estimular ciertas zonas del cerebro, pero que pueden producir daños irreversibles. En su última reunión con diplomáticos rusos, el secretario de Estado, Antony Blinken, les informó que la Casa Blanca conoce el origen de esos ataques y advirtió que, si no cesan las agresiones, ese juego diabólico puede entrar en una fase más “complicada”. Sin saberlo, tal vez el mundo esté desde hace años sumergido en un nuevo tipo de conflicto con neuroarmas.
Especialista en inteligencia económica y periodista