Jorge Carrión
El rapero Travis Scott sorprendió a sus fans en julio con 250 drones que dibujaron, en el cielo del escenario en que estaba actuando, un código QR que conducía a un link de Spotify. Un año antes, la artista catalana Joana Moll criticó en su proyecto Ultimate
Solvers que las corporaciones hayan aprovechado la pandemia para vendernos nuevos dispositivos, nuevas distancias.
Esas dos actitudes aparentemente antagónicas –beneficiarse de las últimas tecnologías o ponerlas en tela de juicio– conviven en la relación de cada uno de nosotros con nuestros teléfonos móviles. ¿Debemos abandonar la firma analógica, el dinero en metálico, los documentos en papel? ¿Tienen que ser la mayoría de nuestras interacciones, por defecto, digitales? Los códigos QR –llamados así porque sus siglas en inglés significan Quick Response Code o Código de Respuesta Rápida– contestan afirmativa e irreflexivamente a esas preguntas. Se han consolidado como un puente entre el viejo y el nuevo mundo, entre el físico y el virtual.
Los escaneamos con el móvil para acceder al menú del restaurante o dejamos que lo escaneen para entrar en una sala de conciertos. El 55 por ciento de los estadounidenses los usan en estos momentos. Porque reducen el riesgo de contagio. Desde su invención en 1994, la tecnología llevaba esperando más de veinticinco años una gran pregunta para ofrecer sus respuestas. El Covid-19 tiene la forma exacta de ese gigantesco signo de interrogación.
Pero a menudo las soluciones de hoy se convierten en nuevos problemas pasado mañana. Si permitimos que todas nuestras transacciones y experiencias se produzcan a través de dispositivos automatizados, precipitamos la disminución de la interacción física, de la conversación y de la negociación. Contribuimos así a que sean cada vez mayores el aislamiento humano y la brecha digital. Como tantos otros hábitos tecnológicos de los últimos años, los códigos QR han sido normalizados sin debate, reflexión o formación previos. Antes de descargarnos una nueva aplicación, antes de ingresar en una nueva red social, deberíamos informarnos a fondo sobre ellas y pensar en sus consecuencias.
Porque somos víctimas del solucionismo tecnológico que ha denunciado, entre otros, el ensayista bielorruso Evgeny Morozov. Esa nueva ideología global –surgida de Silicon Valley– que propugna que todos los problemas de la humanidad pueden solucionarse con algún tipo de sistema o artefacto tecnológico que por lo general prescinde de las superficies físicas, desde la piel hasta el papel.
La conexión sin cables, a través del wi-fi o de bluetooth, ya formaba parte de nuestra vida cotidiana antes de la pandemia. Siguiendo esa lógica wireless y
contactless –inalámbrica y sin contacto–, la tercera década del siglo va a asistir a la implementación del internet de las cosas, que supondrá la conexión entre objetos, electrodomésticos y dispositivos a través de sensores y diversos tipos de códigos (como el de barras o el propio QR). Se va a ir tejiendo una maraña de relaciones tecnológicas a distancia que va a alejarnos todavía más a los unos de los otros.
A menudo, cuando acercamos el lector óptico de nuestros teléfonos celulares a un código QR o cuando alguien escanea el nuestro, estamos compartiendo nuestros datos. De este modo, sacrificamos nuestra privacidad en aras de mantenernos a salvo del contagio.
Como nos recuerda el ensayista y profesor Carlos A. Scolari, los interfaces no son transparentes y su diseño y su uso son prácticas políticas. Los lectores ópticos, como las aplicaciones, las redes sociales o los motores de búsqueda, nos acostumbran a leer e interpretar el mundo de un modo muy determinado. Un modo que favorece el poder de las grandes corporaciones tecnológicas y perjudica el tejido social.
La dilatación de la pandemia no hace más que incrementar la separación entre los cuerpos. Amazon y el resto de las plataformas de consumo por internet no cesan de ganar penetración y poder. Las criptomonedas no engañan: su propio nombre confiesa que su intención es volver la realidad más críptica. Por primera vez en la historia las transacciones económicas cotidianas no tienen relación con objetos, sino que son meros datos. Todo se vuelve cada vez más intangible y abstracto.
En un mundo tactofóbico, de pronto casi desnudo de papel, los códigos QR se han extendido tanto en el ámbito informal (los menús) como en el burocrático (los certificados, las transacciones). Son los interfaces que conectan nuestro presente con un futuro cercano en que habrá mucho menos contacto físico. Paradójicamente, la hiperconexión macro y global está provocando una desconexión en el ámbito más cercano.
Estamos divididos entre la aceptación y el rechazo de las múltiples soluciones que nos ofrecen las aplicaciones de nuestro teléfono móvil. Ante el dilema, merece la pena recordar que lo nuevo no es necesariamente mejor que lo tradicional.
Hay que preguntarse, en cada caso, qué es lo que realmente nos conviene. Las soluciones pueden convertirse en nuevos problemas. ¿De qué vivirían, en un mundo sin monedas, quienes mantienen a sus familias con limosna? Si sigue creciendo la digitalización de todo, ¿cómo evitaremos la discriminación de las personas que no puedan adaptarse por motivos de edad?
Los códigos QR están viviendo su edad de oro durante la pandemia. Porque en estos tiempos de crisis necesitamos con urgencia puentes entre los dos mundos que ahora componen el mundo. Pero no seamos ingenuos, son los conectores y los signos de puntuación de la nueva sintaxis tecnológica. Una sintaxis que nos acostumbra cotidianamente a no usar billetes ni papel, a no tocar y a no tocarnos.
Por eso lo más inteligente en estos tiempos tal vez sea evaluar, en cada ocasión en que nos pidan que usemos esa tecnología y las de su familia contactless, si debemos optar por la integración o por la resistencia. Por el sí o por el no.
Se va a ir tejiendo una maraña de relaciones tecnológicas a distancia que va a alejarnos todavía más a los unos de los otros