15 de enero de 2022
Lucila Pinto PARA REVISTA LA NACION
Chan es bioquímica, investigadora de Conicet y docente en la Universidad del Litoral
Afuera, a metros del río Paraná, en Rosario, el sol pega sobre unas plantas alargadas, con tallos gruesos y flores en sus extremos. Son plantas ornamentales, que resisten el sol de los mediodías de calor como este y que no necesitan que alguien las riegue. “Lo que buscábamos con mi equipo era entender cómo algunas plantas, como las que ves ahí, se la bancan un montón de tiempo sin agua, sin morirse, y otras no”, dice Raquel Chan mientras las señala a través de una puerta de vidrio.
A finales de la década del 90, un grupo de investigación del Instituto de Agrobiotecnología del Litoral liderado por Chan, bioquímica, investigadora del Conicet y profesora de la Universidad Nacional del Litoral, descubrió que un gen que está en el girasol, el HaHB-4, activa un mecanismo de respuesta de las plantas al estrés por la falta de agua, y que podía ser trasladado a otras plantas, como el trigo y la soja, para que activen ese mismo mecanismo y aumentar su tolerancia a la sequía. A este descubrimiento le siguieron años de estudio, pruebas en laboratorio y a campo y procesos regulatorios para que, algún día, las semillas y sus productos puedan comercializarse. A partir de la instancia de las pruebas a campo, todo ese proceso sucedió a través de un convenio entre la empresa de biotecnología Bioceres, la Universidad Nacional del Litoral y Conicet.
El 2021 fue un año importante para HB4, como se llamó a los transgénicos modificados con ese gen del girasol. Por un lado, se dieron a conocer resultados positivos de las pruebas a campo: las hectáreas sembradas en esas pruebas con HB4 efectivamente rinden mejor en condiciones de sequía. En el caso del trigo, esa mejora del rendimiento puede ser de hasta un 42 por ciento. Además, en abril Bioceres Crop Solutions empezó a cotizar en Nasdaq y en noviembre el gobierno de Brasil, el principal importador de trigo argentino, aprobó la harina hecha con trigo HB4 para su venta y consumo. Esa legitimación se sumó a la aprobación que ya había hecho Argentina en 2020 –condicional a que Brasil lo aprobara–. La soja HB4 está recorriendo un camino similar. Ya está aprobada en Estados Unidos, Brasil, Argentina, Paraguay y Canadá. Esto representa el 85% del territorio sojero del mundo. Este año podría también obtener la aprobación en China.
El visto bueno en Brasil volvió a generar interés en la figura de Raquel Chan. Los días que siguieron su teléfono no paró de sonar; no le alcanzaba el tiempo para las entrevistas que le pedían, e incluso algunos usuarios en redes sociales expresaron su deseo de que algún día gane el Nobel. Pero la atención que obtuvo la tecnología HB4 durante 2021 también la puso en el foco de algunos conflictos. En junio, Bioceres y Havanna anunciaron “una alianza estratégica para la producción de alimentos sustentables”, que planteaba el uso futuro de trigo HB4 en los alfajores. La noticia fue muy mal recibida por algunos grupos antitransgénicos, y finalmente el acuerdo no se concretó.
“Esto podría haber estado hace diez años en el mercado”, admite, en referencia a la resistencia que han generado los transgénicosManuel Cascallar
Aunque las semillas y las plantas HB4 todavía no se comercializan, su potencial para aumentar la productividad por hectárea podría convertirlo en un hito para la ciencia y la agricultura. Es el primer transgénico con posibilidad concreta de salir al mercado que agrega una herramienta para la mitigación de los efectos del cambio climático, como las sequías. Detrás de la pregunta inicial que dirigió la investigación de Chan y el desarrollo del HB4 estaba el problema del clima y su efecto sobre la producción de alimentos y el desarrollo –en Argentina, por ejemplo, se calcula que la sequía de 2018 le costó al país unos seis mil millones de dólares de ese año– pero también estaba la dificultad para alimentar a una población cada vez más numerosa.
“Gracias a la medicina, a la ciencia y la esperanza de vida, la población humana está creciendo de forma sostenida. Ni la pandemia puede cambiar eso, solo algo muy extremo como una guerra mundial, que esperemos que no pase. A pesar de la tecnología, la producción de alimentos viene creciendo con una pendiente muy inferior. Hoy en día los alimentos son suficientes y el problema es la distribución. Se desperdicia mucha comida. En los países ricos y dentro de un mismo país, como el nuestro. Pero en veinte años el problema no va a pasar solo por la distribución sino por la producción. Es un problema que hay que atacar”, dice Chan en el hotel donde sucede esta charla.
La noche anterior, en un evento por el aniversario de veinte años de Bioceres, Federico Trucco, el CEO de la empresa, anunció frente a los invitados que le darían una participación accionaria importante. Chan subió al escenario, tomó el micrófono y, después de agradecer, dijo que los fondos iban a ir a “la ciencia argentina”. Ahora, a la mañana siguiente, explica esa decisión: “A pesar de que estoy muy agradecida, no quiero recibir eso de forma personal. Este desarrollo fue hecho en un marco institucional. Yo no podría haber hecho nada sin los becarios del Conicet, la estructura edilicia, los insumos. Aprecio muchísimo el regalo, pero yo prefiero mantener mi independencia científica, que me permite decir, por ejemplo, que HB4 es una técnica maravillosa, porque yo no cobro de Bioceres. Y si tuviera que decir lo contrario, podría decirlo”.
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En 1975, se hizo pública una amenaza de la Triple A de estudiantes de la escuela Carlos Pellegrini. Uno de esos nombres en la lista era el de Raquel. Participaba de un centro de estudiantes, con demandas como que las mujeres pudieran usar el pelo suelto o la pollera por encima de las rodillas. En 1976, empezaron a desaparecer estudiantes de esa lista. “Yo era muy chica como para decidir algo o entender el peligro de lo que venía. Tenía 16 años. Digamos que mis padres me sacaron”, dice ahora Chan. Su primer destino fue Uruguay, porque podía pasar sin pasaporte y porque tenía algunos familiares. “En ese momento nadie imaginaba lo que iba a pasar –sigue Raquel–. Decían ‘esto se arregla en dos semanas, se arregla en tres semanas’. No se arregló. Pasados unos cuantos meses, tenía que ir a algún lugar, y en Israel tenía parientes también”.
Chan hizo toda la carrera de grado en ese país, al que llegó sola y sin saber el idioma. Sus padres la visitaron dos veces, y no volvió a Argentina hasta la democracia. Cuando llegó, empezó un doctorado en fotosíntesis en Rosario, en el Centro de Estudios Fotosintéticos y Bioquímicos. Mientras tanto, un avance empezaba a cambiar la ciencia –y el mundo–. Los científicos aprendieron a leer el orden exacto de los genes, y con eso desataron una revolución cuyo alcance todavía no terminamos de entender, y que motivó a Chan a hacer un posdoctorado en el Instituto Universitario Louis Pasteur, en Estrasburgo, en el norte de Francia. “Yo había hecho la tesis con todos mis colegas en ese momento sobre los métodos bioquímicos. La genética molecular abrió un montón de puertas más para entender la vida. Fui a aprender, y me fue bien. Después quería volver al país, y empecé a trabajar la respuesta de las plantas al medio ambiente a partir de eso que había aprendido”, dice.
El trigo HB4, que diseñó junto con la empresa Bioceres: “Sigue siendo igual de bueno”, explicaManuel Cascallar
¿Cuándo sentiste que podías dedicarte a la ciencia?
No hay un momento en el cual vos digas “me voy a dedicar a la ciencia”. Cuando tuve que elegir carrera universitaria me gustaban muchas: literatura, filosofía… Me siguen gustando. Y elegí bioquímica porque tenía una idea muy fantasiosa de que podía explicarlo todo, de que la química explicaba hasta la psicología. Creía que los alcances eran mucho más amplios de lo que son. No todo está en la química. Hay cuestiones sociales y ambientales. Quizás algún día lo pueda explicar todo, ojalá.
Terminaste el posdoctorado y volviste a Argentina. ¿Cómo llegaste hasta el momento del descubrimiento del HB4?
Tampoco hay un momento en el que puedas decir “encontré el HB4″. No existe el momento eureka, esa fantasía que se cayó la manzana y Newton dijo “esta es la ley de la gravedad”. El conocimiento se va construyendo sobre otro conocimiento continuamente. Es decir, hubo un montón de conocimiento previo que te permite avanzar un pasito más. Lo que buscábamos con mi equipo era entender cómo algunas plantas se la bancan un montón de tiempo sin agua, sin morirse, y otras en dos días se morían. Obviamente tienen mecanismos de respuesta distintos, entonces había que estudiar cómo son, qué genes tienen y por qué aguantan más que otras.
Después de esa pregunta inicial, ¿cómo siguió el proceso?
En ese momento no se sabía nada de muchas plantas, pero el girasol estaba más estudiado agronómicamente, y era una planta más adaptada al medio ambiente que, por ejemplo, el trigo y la soja. Sobre todo a la falta de agua. Empezamos a estudiar los mecanismos moleculares. Eso se hace a través de aislar un gen, con técnicas muy complejas, y ponerlo en una planta que no lo tiene y ver si se comporta diferente. Esa planta se estudia con y sin ese gen. Hicimos montones de genes, muchísimos. Lleva mucho tiempo esto: transformar las plantas, generar plantas que tengan las dos copias del gen, ponerlas a crecer, estudiar la parte bioquímica del gen, cómo es la proteína, qué es lo que hace.
¿Qué pasó con HB4 cuando siguieron todo ese proceso?
Lo que cambió es que al ponerlo en otras plantas vimos que las que lo recibían tenían tolerancia aumentada a la sequía. Y ahí seguimos estudiando ese gen, porque le vimos una utilidad biotecnológica. Esto generó el convenio con Bioceres y eso implicó que el desarrollo fuera mucho más intensivo, con muchas más personas trabajando: todo el equipo de Bioceres, que hizo los ensayos a campo, y el nuestro, que terminó siendo multidisciplinario.
Entonces no podemos llamarlo eureka, ¿pero cómo fue el momento en el que se dieron cuenta de que las plantas modificadas por ese gen efectivamente empiezan a responder distinto?
Lo que pasa es que no es lo mismo que una planta de laboratorio te responda distinto a que lo haga un cultivo en el campo, hay un abismo. En el laboratorio tenés condiciones controladas. Cuando ponés una planta en el campo aparte de la sequía tenés los vientos, la inundación, los bichos, las bacterias, los virus. Una combinación de efectos que pueden hacer que lo que mediste en el laboratorio no pase en el campo. Nos dimos cuenta recién en 2010 o 2011 que en el campo funcionaba.
¿Y los otros genes que estudiaron también tienen potencial?
Sí, por ejemplo ahora estamos con otro, bastante avanzado, que le puede dar al maíz tolerancia a las inundaciones y a los vientos que producen pérdida de hojas.
¿Por qué lo multidisciplinario fue tan importante en el proceso?
Porque genera un proceso cooperativo. Los biotecnólogos vemos la molécula, la proteína, la plantita en el laboratorio, y estamos divorciados de los agrónomos, que son los que realmente saben cómo hacer un ensayo a campo. O de los sociólogos, que ven la percepción pública de esto. También hay equipos viendo la distinción de unas plantas con otras a través de imágenes espectrales con drones, y haciendo big data y machine learning. Hay muchas disciplinas distintas, y cuando cada una avanza de forma aislada no se llega a lo mismo que si todos nos juntamos.
¿Y es necesario el sector privado en esto?
Absolutamente. Podría no serlo. En otros países hay empresas públicas que hacen esto. En Argentina no tenemos. Lo que hizo el sector privado no lo hubiésemos podido hacer nunca.
¿Hay una configuración institucional para que esa colaboración público-privada pueda suceder?
Está declarado como política de Estado, pero falta mucho. Hacer un convenio lleva mucho tiempo, establecer las pautas, que las reglas no cambien. No está en pañales, pero es muy optimizable. El Estado tiene un rol fundamental en el desarrollo de la ciencia. La investigación implica mucho riesgo. Hay mucha ciencia que no termina, o al menos no rápidamente, en un desarrollo. Pero todos los desarrollos salen de ciencia de buen nivel. No es inmediato, y ese riesgo no lo puede asumir el privado. Lo tiene que asumir el Estado de alguna forma.
¿En qué estado está hoy la ciencia argentina?
Tiene gente de muy buen nivel, en mi campo y en otros. No tantos en masa, como puede haber en Estados Unidos o en algún país de Europa. Y hay instrumentos de financiación, pero están lejos de lo que pueden ser en otros países. Es muy caro hacer ciencia acá. Acceder a determinados reactivos, por ejemplo, es muy caro. Y creo que tiene que mejorar mucho el sistema burocrático. Es como si uno tuviera que demostrar continuamente que no va a robar. Para comprar un equipo yo tengo que hacer una licitación, elegir el más barato aunque no sea el mejor, y eso es algo que el privado no tiene que hacer y complica mucho.
Actualmente, en el equipo de Chan en el Instituto de Agrobiotecnología del Litoral trabajan unos siete científicos. Siguen estudiando la respuesta de las plantas al medio ambiente. También están desarrollando algunos proyectos con foco en el impacto social, como una escuela de biofábricas que forme a capacitadores en técnicas de micropropagación de plantas con valor comercial y multiplique esas capacidades. “Otro proyecto está basado en una investigación científica en la que vimos que con la aplicación mecánica de peso algunas plantas engrosan su tallo, soportan mejor los vientos y producen mucho más al final del ciclo”, dice Chan. Es decir que algo tan simple como colocar un broche de madera sobre un tallo que recién empieza a crecer puede hacer que esas plantas produzcan más. “Lo más avanzado en este momento es el tomate, pero también funciona muy bien en forestales y quinoa. Es una técnica no transgénica de aumento de la producción de alimentos para agricultura familiar”, sigue.
Mientras explica el alcance de estos proyectos, un hombre que cruza el lobby del hotel, y que también estuvo en el evento de Bioceres de la noche anterior, se detiene a saludar a Chan, que todavía está afónica por todas las conversaciones que mantuvo entre la música y las voces de la fiesta. La exposición pública, dice, no es en absoluto la parte que más le gusta de su trabajo: “Yo entiendo que hay que informar lo que uno hace. Me tocó esto, y lo asumo y lo acepto. Pero prefiero estar en el laboratorio”.
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Hasta ahora, los transgénicos que se comercializan son los que se conocen como “de primera generación”: son aquellos que buscan mejorar la tolerancia de las plantas a malezas y plagas, a través de aumentar su resistencia a herbicidas como el glifosato. El HB4 es considerado un transgénico de segunda generación: está pensado para la resistencia a factores de origen no biológico –es decir, que no provienen de organismos vivos, como los insectos y las bacterias– como la salinidad, el clima y el agua. Y aunque hay muchos en desarrollo en esta segunda línea, todavía no llegaron al mercado. Aunque el trigo y la soja HB4 ya hayan obtenido aprobaciones en muchos países relevantes por el volumen de sus importaciones, todavía no se comercializa porque la contaminación cruzada podría poner en riesgo que otros países –que todavía no los aprobaron– compraran trigo y soja todavía no modificados con la tecnología HB4. “Los únicos dos transgénicos que han sido aprobados mundialmente antes de esto han sido la resistencia al glifosato y la resistencia Bt, que es una toxina del maíz que es resistente al ataque de insectos –y esto ha bajado muchísimo el uso de venenos–”, explica Chan.
HB4 podría ser el tercer hito a nivel mundial en este sentido. ¿Cuál es su potencial para aumentar la productividad?
Mucho. Muchísimo. No es que se va poder sembrar trigo en el desierto, pero sí mejora muchísimo el rendimiento en los mismos lugares donde ya se siembra, con menos agua. El agua es el recurso más caro y más limitante. Esto puede mejorar la productividad y ayudar a la curva de producción de alimentos.
¿La resistencia a los transgénicos limita su desarrollo?
Absolutamente. Esto podría haber estado hace diez años en el mercado.
¿Qué explicación encontrás para esa resistencia?
No hay una respuesta única. Hay problemas de comunicación, problemas sociológicos, falta de interés. Ese discurso de “transgénico es malo” no tiene un sustento científico fuerte. Una parte de la culpa es nuestra, por ser malos comunicadores y no explicarle a todo el mundo. El golden rice es un caso paradigmático. Es un arroz que tiene un gen que genera una proteína que es capaz de producir vitamina A y evitar la ceguera en un montón de niños con deficiencia de esa vitamina. ¿Cuál es la explicación? Que es transgénico, que lo modificó el hombre. Pero el hombre ha modificado los cultivos desde que hace agricultura, a través de la cruza y otras técnicas. Esa idea de “yo quiero comer comida natural” es una fantasía absoluta.
¿Qué sería la comida natural?
No existe. Existe la comida orgánica. Es decir, el crecimiento de ciertas hortalizas, verduras y cultivos sin ningún químico, con una producción muy baja. Pero natural no existe nada, porque lo que comemos hoy no estaba en la naturaleza. No existía el maíz como lo conocemos, no existían ni el brócoli ni el coliflor. Son todos productos del mejoramiento, la mutación, la selección cruzada y otras técnicas. Sí existe lo orgánico, o lo que llaman orgánico, que es sin químicos, pero se producen en una escala muy pequeña. No se pueden producir en grandes superficies, y se los llevan los bichos y las malezas.
¿Cómo podemos saber que los transgénicos no son malos para la salud?
Está demostrado por nuestras instituciones. En Argentina están la Conabia (Comisión Nacional de Biotecnología Agropecuaria) y Senasa, que demostró después de un montón de estudios que son inocuos. Por ejemplo, el trigo HB4 es tan inocuo como el trigo sin ese gen. El trigo sin ese gen es igual. Y si no creemos en nuestras instituciones, no nos podemos vacunar, no podemos comprar nada en el súper. Cualquier producto que llega a una góndola pasó por la inspección de Senasa.
Una de las críticas que se le hace a HB4 es que cuando se aplica esa técnica también se modifica las plantas para que sean resistentes al glufosinato de amonio, un agroquímico que se usa para controlar malezas, ¿por qué se agrega también ese gen? Cuando se introduce un nuevo gen en una planta –como lo que hace HB4 con el de girasol– se pone lo que se conoce como “marcador de selección”, porque es muy difícil identificar después las plantas que fueron transformadas. El marcador que se puso en este caso es un gen de resistencia al glufosinato. Sirve para distinguir qué planta se transformó. Eso no llega a la comida que eventualmente deriva de esas plantas. Hace falta para su transformación, pero a los fines de HB4 da lo mismo si después se aplica o no glufosinato a las plantas. Es un pedazo de gen, no hace nada que esté ahí, como todos los otros genes. Si mañana por alguna razón se prohibe el glufosinato, el trigo HB4 sigue siendo igual de bueno. Lo necesitamos como marcador por una cuestión técnica.
¿Los transgénicos que tenemos hoy contribuyen a mejorar la curva de producción de alimentos?
El crecimiento de esa pendiente estaría aún más lejos de la del crecimiento de la población sin transgénicos, pero no es suficiente.
¿Y de qué manera pueden acercarse esas dos curvas, y que la comida alcance para alimentar a la población en el futuro?
Hay que atacar el problema de la distribución, pero también el de la producción. Y para eso hay que hacer más ciencia. Necesitamos producir mucho más en los mismos lugares, y eso requiere mucha investigación. No es mágico, pero hay que hacerlo.