Esteban Ierardo

El poder del ser humano para crear, pero también para destruir, es innegable. Nuestras acciones afectan el clima y la biodiversidad. En el año 2000, Paul J. Crutzen, Premio Nobel de Química holandés, participaba en una reunión científica en la que discrepaba con lo que se decía sobre la situación ambiental actual. Entonces estalló y dijo: “¡No! ¡Estamos en el Antropoceno!”. Así creó, en el ardor del momento, la palabra. Todo el mundo se mostró sorprendido. Pero su ocurrencia parece haber persistido.

El término Antropoceno alude al efecto negativo de las acciones humanas en el ambiente. Pero ¿se trata de una nueva era o solo de un evento geológico? Esta incertidumbre será resuelta cuando llegue el momento por la Comisión Internacional de Estratigrafía (ICS). La estratigrafía estudia los estratos de roca como indicios de etapas geológicas. Las rocas analizadas deben mostrar indicadores en todas partes del mundo, y de manera sincrónica, de un cambio global. Esto justificaría la aceptación del antropoceno en toda su formalidad científica como nueva era geológica; pero esta decisión deberá será refrendada a su turno por la Unión Internacional de Ciencias Geológicas (IUGS). Este proceso es lento y recién podría empezar luego de una reunión clave en el verano de 2023. Para algunos, la posibilidad de comprobación está muy cerca; otros son escépticos.

Escéptico es Stanley Finney, geólogo de la Universidad Estatal de California de Long Beach. En un artículo de su autoría, escrito mientras era presidente de la Comisión Internacional de Estratigrafía, sostiene que el antropoceno es “una declaración política más que una propuesta científica”. Su período, señala, es muy breve como para determinar su registro geológico.

Desde su uso por Crutzen, la alusión al antropoceno es cada vez más frecuente en los medios de comunicación, así como en los papers y revistas especializadas. Parte de la comunidad científica propone el término en reemplazo de Holoceno, la denominación actual para aludir a la etapa contemporánea de la historia terrestre, que empezó hace 11 .700 años. Crutzen, en todo caso, solo popularizó el término, porque ya en 1980 el biólogo Eugene F. Stoermer había aludido al antropoceno.

A la modificación del entorno por la acción humana se lo denomina también factor antropogénico. Ejemplo ineludible de esto es la emisión de los gases con efecto invernadero, como el dióxido de carbono, por la quema de combustibles fósiles y otras prácticas que aumentan la temperatura del planeta y contribuyen al cambio climático.

La ausencia todavía de una certificación científica final del antropoceno no impide que el Grupo de las Naciones Unidas para el Desarrollo (GNUD) haya manifestado que este término “significa que somos las primeras personas en vivir en una época definida por la elección humana, en la que el riesgo dominante para nuestra supervivencia somos nosotros mismos”.

¿Desde cuándo?

Aun cuando se acepte la propuesta del antropoceno como nueva era geológica, esta es motivo de una viva discusión entre expertos. Algunos afirman que esta nueva era comenzó en el siglo XVIII. El mismo Crutzen propuso 1784 como fecha de su inicio, año en que James Watt perfeccionó la máquina de vapor y dio impulso a la Revolución industrial y al uso masivo de las energías fósiles.

William Ruddiman, geólogo de la Universidad de Virginia, advierte que la intervención humana del ambiente es muy anterior al carbón de la etapa industrial y sus máquinas. Ruddiman propone la difundida hipótesis del antropoceno antiguo, según la que ya hace 8000 años la agricultura aumentó la emisión de los gases del efecto de invernadero.

Los antecedentes no se detienen allí. William Ripple, profesor de ecología en la Universidad Estatal de Oregón, asegura que la alteración del entorno por el factor antropogénico empezó cuando los cazadores-recolectores del paleolítico, en la lejana prehistoria, alteraron la cascada trófica, un concepto ecológico que observa los perjuicios en el ambiente cuando, por ejemplo, algunos superdepredadores son eliminados por medio de la caza.

Como confirmación del antropoceno, distintos investigadores y organizaciones insisten en lo que llaman “la gran aceleración”. El término busca señalar que luego de la Segunda Guerra Mundial aumentó significativamente el consumo de recursos primarios, junto a un crecimiento demográfico y económico que demanda más energía, tierra y agua, con el consiguiente impacto ambiental. Algunos subrayan que debería hablarse de una “hiperaceleración” a partir de 1970. La intensificación del uso de recursos no renovables se torna entonces insostenible. De ahí la necesidad de su contrario: el desarrollo sostenible, sustentable.

La discusión sobre el antropoceno también involucra el significado del propio término. La alusión al “anthropos” sugiere una responsabilidad general de la especie humana que muchos rechazan, y por eso proponen otras denominaciones alternativas, como “occidentaloceno”.

Pero el concepto de antropoceno tiene implicancias filosóficas que impactan, más de lo que creemos, en nuestra vida diaria. Por un lado, impugna el negacionismo climático, la corriente que subestima las señales del deterioro ambiental, sea porque se alega que la incidencia humana es mínima en los procesos naturales o porque, incluso desde una perspectiva teológica, Dios no permitiría el quebranto de su creación por la irresponsabilidad humana. Pero el cimiento real y último de la negación del descalabro climático son los intereses del paradigma fósil vigente, que ve una gran amenaza en su reemplazo por las energías no contaminantes y renovables (por ejemplo, entre otras: la energía eólica de los vientos; los paneles solares; la energía geotérmica, que se obtiene del calor del interior de la Tierra y que se transmite por el cuerpo de rocas calientes).

El antropoceno también desnuda los peligros del antropocentrismo. Por esta concepción antropocéntrica del mundo, desde el Renacimiento, en el siglo XVI, en el comienzo de la modernidad, el humano tiende a emplazarse como centro de la historia, como dueño de su entorno ambiental para extraer sus recursos sin aceptar límites.

Cuestionar la apatía

El antropocentrismo no asume las consecuencias de la sobrevaloración del humano respecto de su entorno, ni repara en la apropiación irresponsable del mundo natural. En ese sentido, y entre muchos otros ejemplos posibles, los científicos ya han alertado que el hielo marino en los polos podría desaparecer durante los veranos en dos décadas, con grandes efectos ambientales adversos. En 2011, un rompehielos de Greenpeace se desplazó hasta el Polo Norte con un artista que dibujó la imagen de El hombre de Vitruvio de Leonardo en un bloque flotante de hielo. El propósito de la misión era mostrar su rápido derretimiento. “Vinimos hasta aquí para crear la fusión de El hombre de Vitruvio, porque, literalmente, el cambio climático se está comiendo el cuerpo de nuestra civilización”, comentó John Quigley, el artista encargado de esa obra efímera.

Como esta acción ecologista, el antropoceno cuestiona la apatía y la retórica vacía de los Estados a la hora de introducir políticas reales de reducción en la emisión de sustancias contaminantes. Algunos países y organizaciones muestran mayor conciencia ambiental que otras, pero, más hondamente, lo que prevalece es la inercia en la gestión del clima como problema global.

Nuestro tiempo favorece la indiferencia o subestimación del peligro climático, que el concepto de antropoceno problematiza. La coyuntura de nuestros días desborda en crisis económicas, descalabros inflacionarios, millones de víctimas por el Covid y, ahora, en un rediseño geopolítico por la invasión y la guerra.

El golpe de la época repliega al humano todavía más en sí mismo; lo aleja más de la compresión de que existimos no solo en las redes de conflictos locales y globales, sino también dentro de los procesos mayores de la naturaleza. El antropoceno cuestiona la sensación de lejanía respecto de la naturaleza que se da en la cultura urbana. Todo lo relacionado con el cambio climático, el aumento de la temperatura planetaria, los deshielos, la desglaciación y el aumento del nivel del mar, la desertificación y las sequías, la deforestación y la pérdida de diversidad, parecerían parte de una trama distante, localizada en procesos que, pensamos, no tienen efectos directos en nuestro devenir diario. Esta subestimación de la degradación ambiental supone una distorsión cognitiva, una pérdida del sentido completo de realidad.

Más allá de las controversias que suscita, el valor del antropoceno estriba en este cuestionamiento del negacionismo climático, en señalar el peligro del antropocentrismo y en recuperar la cercanía de la naturaleza, de los procesos del mundo natural que nos superan y de los que depende la generación del alimento, el aire e incluso el equilibrio de la temperatura del planeta, que permite la continuidad de la vida.

Esteban Ierardo