Helgoland Anagrama. Trad.: Pilar González

Martín De Ambrosio

La palabra está de moda. Un cantante dice en medio de un show que no hay que preocuparse por las crisis económica y ambiental “porque estamos al borde de un salto cuántico”; hay sitios web que venden servicios de “hipnosis regresiva cuántica” y otros prometen la revolución de la medicina cuántica.

Las ideas de la física cuántica o de partículas, más de un siglo después de haberse armado teóricamente (y con innumerables éxitos recientes en la práctica tecnológica), no terminan sin embargo de ser asimiladas todavía por la cultura. Sus consecuencias son tan radicales para la interpretación de la realidad –gatos que a la vez están vivos y muertos, partículas que saben qué hacen otras más alejadas, universos paralelos– que llevan a ese tipo de excesos por malas derivaciones lógicas y conclusiones erróneas de algunos de sus postulados. Hay que decirlo: por otra parte, también les sacan canas epistemológicas a los expertos.

En ese berenjenal físico-filosófico, al que no le faltan hermosas historias de los precursores teóricos (de Albert Einstein al bueno y apacible Niels Bohr, de Werner Heisenberg al escandaloso Erwin Schrödinger), se metió el italiano Carlo Rovelli (Verona, 1956), un investigador de la frontera del conocimiento que de repente se transformó en best seller mundial con millones de ejemplares vendidos (sobre todo de su cuasi poético libro Siete breves lecciones de física, al que se sumó luego El orden del tiempo).

Si en Siete breves lecciones… , Rovelli era como un Borges aplicado a temas de la física básica, en este nuevo opus, Helgoland (la isla del mar del Norte donde buscó refugio un joven Werner Heisenberg, el del principio de incertidumbre) aparece más bien como un divulgador/pensador clásico que se toma su tiempo para elaborar argumentaciones complicadas, contar la vida de aquellos pioneros y hasta incluir –signo de época– sus propias búsquedas para la solución de la –en apariencia insoluble– mecánica cuántica.

La hipótesis que defiende Rovelli –desdeñando otras como las de mundos paralelos, variables ocultas y “otras extravagancias”– es que la solución a los enigmas cuánticos reside en lo relacional, donde “la realidad está constituida por relaciones, antes que por objetos”. Es decir, si los resultados de las ecuaciones cuánticas dejan azorados a los expertos en términos de cómo puede suceder algo así (el entrelazamiento de partículas, estar en dos lugares a la vez, no poder determinar velocidad y posición), es porque no se termina de advertir que las cosas “son” en su dimensión relacional, que cuentan por sus lazos.

Así se pulveriza una vez más la idea de objetividad: no solo medir el mundo es influir en él, sino que el mero hecho de que estemos en el mundo influye en el acto de la medición. Lo que hacen, o harían, los aparentemente impúdicos resultados de las ecuaciones cuánticas sería demostrarlo apenas por un camino más tortuoso: no es que la partícula sabe que hay alguien que la mide; es que es así por el mero hecho de existir un medidor. Esa es la tesis que argumenta con arte

Rovelli y que hace evaporar los misterios cuánticos al salir del laberinto por arriba. “La teoría cuántica es la teoría de cómo las cosas se influyen entre sí y constituye la mejor descripción de la naturaleza de la que disponemos hoy”, dice. Y casi enseguida agrega: “La realidad es esa red de interacciones, fuera de las cuales no se entiende ni siquiera de lo que estamos hablando. En lugar de ver el mundo físico como un conjunto de objetos con propiedades definidas, la teoría cuántica nos invita a ver el mundo físico como una red de relaciones cuyos nudos son los objetos”. Esas propiedades cambian si la relación es la de un objeto con otro o con un tercero, aunque cueste admitirlo. “Es un mundo enrarecido”, dice el físico clásico que aún anida en Rovelli (y en cierto modo en todos nosotros, aristotélicos por sentido común).

Esta interpretación, cuidado, también tiene implicaciones en otras ramas de la cultura, en algún sentido previas o al menos independientes de la física: la lingüística, la ecología y hasta la sociología han entendido que los eslabones de la cadena, sus unidades (que existen, al menos como suposición), carecen de sentido si no están en función del todo que las ordena y les impone cierto carácter. Rovelli lo admite después de que el lector lo notara y, en su ilimitada confianza como escritor, se anima a una veintena de páginas en las que toma partido por Aleksandr Bogdánov en su disputa con Lenin sobre los alcances del materialismo, lo que marca el traslado de un asunto que parece técnico hacia otros ámbitos.

Si la física impacta sobre la cultura es debido a que se trata de la ciencia que se ocupa no solo de manejar la realidad (tecnologías, bombas) sino también se desentrañarla desde el punto de vista filosófico: es decir, si Einstein fue importante para el siglo XX no fue solo por sus enormes descubrimientos en su campo sino también por lo que ellos nos decían de cómo es este universo. Con esa premisa básica es que hace su propio aporte divulgativo otro científico, Frank Wilczek, ganador del Premio Nobel de Física 2004, en su reciente Las diez claves de la realidad. “Muchas personas sienten curiosidad y desean saber más sobre lo que la física moderna nos puede decir del mundo”, arranca el autor, que no por casualidad advierte que “el universo es un extraño lugar”, que se nos presenta “como un revoltijo de impresiones desconcertantes”. Por eso es que la física, en cierto modo incompleta y en construcción, compone un esquema –posiblemente el mejor disponible– para entender de qué se trata toda esta maraña que llamamos realidad. Y la filosofía en todo caso se acerca para dar una mano en esa comprensión.