Los científicos que investigan el reino vegetal se sorprenden al encontrar allí una inteligencia capaz de prescindir de un cerebro

13 de febrero de 2021

Martín De Ambrosio

“Fue el título más extravagante que hemos puesto”, se sinceró hace unos días en redes sociales el editor de una revista que había encabezado una información científica así: “Científicos enseñan a las espinacas a enviar mails”. Contra lo que podría parecer a simple vista, no era un título (del todo) engañoso, sino que resumía una investigación en la que se usaban vegetales para detectar en el suelo sustancias relacionadas con la presencia de explosivos y se los entrenaba para enviar el aviso a través de sensores infrarrojos y teléfonos celulares. Todo cierto, todo comprobado. El trabajo, publicado en Nature, es de 2016 y vaya a saber por qué volvió a ser noticia ahora, pero resume en un desarrollo tecnológico algo que los científicos saben cada vez más: en términos de ser capaces de detectar el ambiente en que viven y actuar en consecuencia, a las plantas se las puede calificar de inteligentes. Aunque depende de qué definición de inteligencia se use, desde luego, los científicos que las estudian con nuevas tecnologías  creciente interés no dejan de maravillarse de sus capacidades.

“Las plantas nos asombran a todos los investigadores que trabajamos en ellas: cómo hacen para adaptarse y sobrevivir a distintos ambientes adversos”, dice María Victoria Martin, investigadora adjunta del Conicet en el Instituto de Investigaciones en Biodiversidad y Biotecnología (Inbiotec, Fundación FIBA, Mar del Plata). “Pueden desarrollar procesos súper complejos para liberarse de moléculas que las podrían intoxicar debido al estrés que reciben del ambiente o de patógenos (hongos, bacterias u otros microorganismos), o del suelo mismo”, agrega la científica, que trabaja justamente en ver cómo se dan los procesos de estrés en las plantas.

 “¿Si las plantas son inteligentes? Pero por supuesto. El tema para mí es cuánto más inteligentes son que nosotros”, bromea Rocío Deanna, investigadora argentina de la Universidad de Colorado, en Boulder, y profesora de Botánica de la Facultad de Ciencias Químicas de la Universidad Nacional de Córdoba. “Imaginate ser una planta: estás en un sitio casi inmóvil, el alimento tiene que venir hacia vos y debés elaborar estrategias para aprovechar el que haya. Incluso si estás en un sitio ideal, con nutrientes, luz y agua, y necesitás ir hacia tus compañeros para la reproducción, o atraer un polinizador. Es más, abandonás a la progenie cuando recién empieza a crecer. Las plantas tienen mucho desafíos y aun así existen desde hace más de mil millones de años. Se originaron en océanos y después pasaron a medios terrestres, hace 500 millones de años. Cambiaron la atmósfera y las condiciones de suelo y ahí siguen”, abunda Deanna.

“Yo me sorprendo día a día con las plantas”, agrega por su parte Rocío Tognacca, investigadora posdoctoral en el Instituto de Fisiología, Biología Molecular y Neurociencias (Ifibyne), donde estudia la germinación y “algo del efecto materno” de las plantas. ¿En qué sentido? “En que las plantas tienen memorias que se transmiten de generación en generación y toman decisiones basadas en ellas. Las semillas pueden percibir el ambiente y deciden germinar o no según lo que su madre aprendió. Lo hacen en base a respuestas moleculares aún desconocidas, y por supuesto que es distintos a tomarlas en base a un sistema nervioso completo, pero no deja de ser transmisión de conocimiento”, añadió.

¿Cómo pueden las plantas, sin un cerebro, usar sustancias químicas para llamar a los insectos para la polinización, o engañar a insectos y comerlos, o engañar a las aves con camuflajes (y literalmente miles de ejemplos más)? Esa es la intriga de los investigadores.

La culpa de Aristóteles

“Subestimamos a las plantas desde siempre”, dice Stefano Mancuso en una charla TED que está al borde de las 1,5 millones de vistas. Mancuso es uno de los plantólogos más enfáticos, y sus expansivos y rizomáticos libros de divulgación, como El increíble viaje de las plantas y el reciente La nación de las plantas (editados en español por Galaxia Gutenberg) entre otros, fueron traducidos a una veintena de idiomas. Para él, las plantas son todavía más sofisticadas y sensibles a su entorno que los animales. “El error es pensarlas como animales minusválidos, a quienes les falta algo, movimiento, cerebro, mirada. Hay que acercarse a ellas al revés, sin el prejuicio animal: son una forma increíble de inteligencia, como de otro planeta”, le dijo a The New York Times. “Cada raíz está en condiciones de detectar y monitorear de manera continua al menos quince químicos y parámetros físicos. Tienen un comportamiento complejo y maravilloso, que puede ser descripto con el término de inteligencia”, contó durante la mencionada conferencia de trece minutos, donde también añadió que la verde subestimación empezó con Aristóteles, que dictaminó en el siglo IV antes de Cristo que las plantas estaban en el límite entre lo vivo y lo muerto, entre los animales y las piedras, que no necesitan sentir y no se mueven nunca para nada. Tal como sucedió con otras sentencias aristotélicas, a primera vista sensatas, se demostró tan popular como errónea. Y recién ahora la ciencia del siglo XXI trata de enmendar esa concepción filosófica.

Y contra los prejuicios aristotélicos, nada mejor que algunas gotitas de Darwin, como apunta a este diario Federico Ariel, investigador del Conicet y docente de la Universidad del Litoral, que trabaja en epigenética en plantas: “En el siglo XIX, Darwin y su hijo Francis hicieron buenas observaciones de plantas al ver cómo se movía la punta de la raíz y como busca agua o nutrientes. Y la comparó, con fascinación, con el cerebro de un animal. Creo que a partir de ahí algo cambió. Se fue pensando cómo las plantas interpretan las señales del ambiente y adaptan su organismo de manera postembrionaria. Esa es una gran diferencia con animales, ya que generan órganos según el ambiente, raíces, hojas, altura; todo depende del entorno, de que haya agua y otras plantas. Mientras los animales no podemos generar otros estómagos cuando tenemos hambre, ellas sí generan más hojas”. De todos modos, el peligro de mirar todo con la lupa humana (antropomorfizar, personificar) es doble respecto de las plantas, por exceso o por defecto: por un lado, tender a no creerlas inteligentes porque no tienen un cerebro; y por otro, el opuesto: adjudicarles voluntad. Así, en este último caso, las semillas “toman la decisión” de cuándo tienen que germinar, en función de lo que detectan a su alrededor. Pero más allá de estas disquisiciones que pueden ser filosóficas (¿los animales sí tienen volición? ¿Y el ser humano, libre albedrío o es esclavo de sus circunstancias o, peor, de su inconsciente?), lo cierto es que aceptar capacidades sensitivas superiores de las plantas puede tener incluso efectos culturales. Por citar apenas uno, de intensificarse estos resultados científicos, ¿qué puede pasar con los argumentos vegetarianos de no comer animales por compasión si las plantan también sienten?

“La nación de las plantas es el país más populoso, importante y extenso de la Tierra”, escribe Mancuso en su último libro. “De esta nación, integrada por todos y cada uno de los seres vegetales que hay en el planeta, dependen todos los demás organismos vivos”. Ni más ni menos.

Martín De Ambrosio